jueves, 21 de octubre de 2010

"RESERVADO CABALLEROS MUTILADOS".

Yo tenía unos 7 años cuando tuve contacto consciente por primera vez del concepto “urbanidad”, aunque entonces no lo supe. Fue en el autobús. Por aquel entonces al final de los autobuses urbanos habían dos asientos con un letrero atornillado al respaldo: “Reservado caballeros mutilados”.  Mi madre (seguramente por no tener otra opción) me había llevado con ella para hacer papeles por varios sitios en los que tuve que soportar casi dos horas de esperas, colas y la escucha de conversaciones que eran ininteligibles para mí, y por lo tanto aburridas y exasperantes. Esto, unido al estate quieta, no molestes, no corretees, no toques eso, no te tires al suelo, etc., me había llevado al límite de mi resistencia física y psíquica.

Cuando subimos al autobús, mis ojos recorrieron ávidamente el interior buscando un asiento libre para poder sentarme, sola o encima de mi madre.

Y lo había. En realidad, habían dos. Por supuesto no me cuestioné en absoluto la razón de cómo era posible que con tanta gente adulta de pie, esos asientos estuvieran libres. ¡Qué buena suerte! Así que mientras mi madre pagaba los billetes corrí hacía ellos como si hubiera hecho un descubrimiento importantísimo sólo para mis ojos, exclamando “¡aquí, mamá, aquí!”, y me senté en el primero poniendo mi pequeña mano en el asiento contiguo, con el afán de proteger el espacio para ella.

Mi madre sencillamente no se sentó. Su explicación fue una escueta pero tan firme frase que supe que no tenía que insistir: “¿Es que no has visto el letrero? cuando yo te lo diga te levantas”. Yo me volví y lo leí. Anticipándose a mis pensamientos (las madres casi siempre lo hacen, es otro misterio para los niños) me dijo “en casa te lo explico”.

Permaneció a mi lado, con actitud vigilante durante todo el trayecto, hasta que llegamos a casa. Afortunadamente para mí no tuve que levantarme. No volví a preguntar las razones de aquello, guiada quizá por ese instinto infantil que a los niños nos hace saber cuándo no merece la pena ahondar en cosas de adultos que no vamos a entender, y que además, en realidad nos importan poco.

A ella se le olvidó explicármelo en casa, y para mí aquél episodio dejó de tener interés casi inmediatamente. Poco tiempo después (o quizá mucho, los niños no tenemos conciencia del tiempo real), las monjas me revelaron el misterio.

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