jueves, 21 de octubre de 2010

MONJAS, MODALES, ADULTOS E INCOHERENCIA.

Claudina Thevenet, fundadora de la
Congregación Jesús-María
En mis primeros años de colegio, con mis queridas "madres" de Jesús María, una vez a la semana teníamos clase de “buenos modales”. Nos la daba una monja uraña y tosca, nada cariñosa, que sentenciaba más que enseñaba. Las monjas eran lo más cercano a Dios, junto con el cura y el médico. Nunca había que cuestionarles nada, porque según ella misma decía, era de mala educación que los niños preguntaran.

Pero en aquella clase se aclararon los motivos y significado de aquel letrero. Me sentí extremadamente culpable por mi falta de urbanidad, y experimenté un sentimiento nuevo, que hoy sé que era el del ridículo. Lo había hecho por primera vez, delante de todo un autobús lleno de gente, que debió haber pensado de mí lo peor.

En aquellas clases la madre Joaquina María nos aleccionaba sobre lo que eran los buenos modales y la urbanidad. Ella decía que para ser una niña educada, había que ir siempre limpia y aseada de cuerpo y vestido, ser ordenadas en nuestras cosas, sonreír a los adultos, besarlos al saludar, dejarles pasar primero, quedarnos los últimos para todo. No teníamos que correr, gritar ni decir palabrotas. Debíamos pedir las cosas por favor y dar las gracias. Debíamos saber esperar, ser pacientes y no molestar a los adultos en sus quehaceres ni conversaciones. Teníamos que ayudar a nuestras madres en la casa, ofrecernos a ayudar a los ancianos, no pelearnos con los otros niños. Y sobre todo, ser solícitas, obedientes, y tener espíritu de sacrificio, ya que según ella, cuanto más nos costara hacer todo eso, mejores niñas seríamos y más mérito tendríamos. Y si no lo hacíamos, nadie querría nuestra compañía y no seríamos queridas. Nunca nos habló de recompensa alguna.

En fin, que cuando acababa la clase todas sentíamos unos deseos casi convulsos de que la vida nos proporcionara esas oportunidades que hicieran posible que forjáramos nuestro espíritu y consiguiéramos adornarnos con unas virtudes que a lo que se veía, eran la propia recompensa a nuestro esfuerzo.

No pretendo hacer una crítica sobre cuestiones propias de una época en que sencillamente las cosas eran así, pero sí me quedaron ideas que al pasar del tiempo, con la madurez y la experiencia, al cultivar el criterio personal y las repetidas ocasiones de practicar las enseñanzas de la madre Joaquina María, -no siempre de forma afortunada-, he podido ir identificando.

La primera es la coherencia. Los adultos somos estandarte de la incoherencia. No pueden enseñarse ese tipo de cosas como lo hacía la madre. No puedes decir que hay que saber escuchar, cuando no dejas preguntar. No puedes exigir sobreesfuerzos impropios al otro. No correr y no gritar es imposible para los niños porque es “inherente al cargo”. No debes impedirlo; pero sí puedes enseñarles cuándo sí y cuándo no. Es el respeto esencial a la condición de la otra persona.

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