jueves, 21 de octubre de 2010

LOS NIÑOS NO SON PERSONAS.

Para la mayoría de los padres y madres, los niños no son personas. Pasada la época de bebés (en que son irresistibles y se les consiente todo), parece que pasan a convertirse en trozos de mármol que hay esculpir. A nuestro gusto, claro está, y sin miramientos especiales. Muchos padres creen que su amor está por encima de todo, por supuesto, y no tienen en cuenta la condición del niño como sujeto individual, como prójimo. Y no se trata a los niños con la misma cortesía con que lo haríamos con otro adulto.

La coherencia entre lo que se piensa, se hace, y se dice, sin duda proporciona elegancia al individuo y genera respeto por parte de los demás.

Hoy día, en que yo misma soy madre, muchas veces me he encontrado en esa disyuntiva. Le gritas tú pero no quieres que el niño lo haga. Le previenes sobre el peligro de hablar con desconocidos, pero le pides que salude a extraños. Le alertas sobre los abusos sexuales, pero le obligas a besar a todo el mundo. Le exiges amabilidad y les das órdenes ... El equilibrio entre la realidad y lo deseable, la oportunidad de los comportamientos y su conformidad con el entorno, forman parte indiscutible del saber estar. La tolerancia con los errores y/o dificultades del otro es el mejor ejemplo de lo que es generosidad.

Si pretendes enseñar cortesía, hay que ser cortés. No se puede ordenar recoger los juguetes. No se puede abanderar generosidad y no ofrecer nuestra ayuda. No se pueden atropellar los tiempos que los niños miden de otra forma. Decir “recoge tus juguetes, por favor. ¿Quieres que te ayude?” es sin duda la mejor forma de instruir en la cortesía. Y si queremos que lo tenga hecho a las ocho, tendremos que empezar a pedírselo a las siete y media y recordárselo alguna vez más. Con el tiempo, esa media hora se irá reduciendo poco a poco.

Si quieres aleccionar sobre algo, debes ser humilde. Reconocer que no se sabe todo, y que nos equivocamos, es el primer antídoto para que no se nos reproche una ignorancia o una contradicción. Pedir perdón a nuestros hijos reconociendo que hemos hecho algo incorrecto, nos reviste de humanidad y proximidad, es decir, de sensibilidad.

La autenticidad es un complemento imprescindible. Una persona que pretende hacer gala de una urbanidad y cortesía artificiales y aprendidas, como quien monta a caballo sin saber hacerlo, no conseguirá más que aparecer como una patética imagen falsificada.

Coherencia, cortesía, amabilidad, delicadeza, respeto, corrección, autenticidad y tolerancia conforman, en definitiva, el saber estar, la urbanidad, que debe ser igual a persona. Y no se puede adquirir como conocimiento intelectual. Es un conjunto de objetivos y conceptos que se van difuminando convirtiéndose en parte de nuestra forma de ser, interiorizándolas de tal modo que dejamos de tener conciencia de ellas, haciéndonos imposible el actuar de otra manera.

Construir una sociedad en la que se conviva en armonía y confiadamente es una experiencia individual, un aprendizaje continuo, una concesión a las necesidades del otro y un control de las propias. Diría que es una buena excusa para usar a nuestros hijos como conejillos de indias, aunque sea por propia vanidad. Nada nos complace más que oír decir a los demás “que bien le han educado sus padres”. Esta es la recompensa que nunca mencionó la madre Joaquina María, a quien, a pesar de todo, recuerdo con gran cariño.

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