lunes, 18 de abril de 2011

DESESPERO EN LA SALA DE ESPERA.

He estado enferma los últimos días, nada importante, pero lo suficiente para tener que ir al médico. La seguridad social ha mejorado muchísimo, creo que no podemos dudarlo. Y en sus instalaciones, mucho también, y en sus funcionarios ha habido un cambio a mejor. Me pregunto si los usuarios también hemos mejorado.

Había carteles avisadores por todas partes: Silencio, apaguen el móvil, respete el turno y el espacio, coja su número, prepare su sip y su dni, etc. etc. Cuando llegué, mi turno era el 77, mientras que en la pantalla aparecía un frustrante 16. Unas 50 personas nos acumulábamos en el hall, frente a un mostrador con 3 funcionarias que atendían con la rapidez directamente relacionada con el asunto.

El teléfono sonaba y sonaba, ese mismo al que he llamado tantísimas veces para pedir número y que nadie cogía... ahora sé por qué.

Me gusta observar el comportamiento de la gente. Y en vista del rato que me quedaba de estar allí, busqué un lugar con perspectiva que apareció junto a uno de los pilares retrasados y allí me apoyé ligeramente.

El mostrador estaba repleto, muchas personas muy cerca de sí mismas y del mostrador. La intimidad de los asuntos por lo tanto no existía, e incluso algunos se permitían comentar el tema ajeno metiéndose en la conversación (unas veces más y otras menos airada) del paciente y la administrativo, mientras pisaba los restos del adhesivo donde parece que en algún momento señalaba una distancia a guardar del mostrador.

Apareció una abuela, empujando un carrito de niño y con el indicado niño de la otra mano. El niño a su vez llevaba un inseguro zumo en su mano libre, que goteaba por el suelo a cada bamboleo señalando su rumbo cual garbancito del cuento, cosa que no parecía preocupar en absoluto a la abuela, más preocupada por abrirse camino hacia el mostrador atropellando literalmente con el carrito al resto de pacientes. Al mismo tiempo, con voz deliberadamente alta, alegaba fiebre alta del niño que se había levantado vomitando, y se quejaba de que hubieran anulado las urgencias infantiles. No estaba dispuesta a esperar su turno en compasivo gesto hacia el nieto. Justificaba la gravedad de su estado y la prisa que tenía, pues desde las 7 de la mañana que el niño tuvo fiebre alta no había podido ir al centro de salud y claro, ahora ya era la 13.30 y tenía prisa porque su hijo llegaba de trabajar y tenía que ponerle la comida... ¿? Y esta angustiada abuela, ¿qué había hecho desde la alta fiebre de las 7 hasta la una del mediodía? Y claro, nadie la creía, con lo cual comenzó una discusión besuguiana interminable.

Un calor repentino e intermitente me sacudió la nuca. Alguien tosía a mi espalda dejando volar libremente sus virus y yo me los imaginaba haciendo un halo a mi alrededor, pugnando por entrar en mi interior por cualquier sitio disponible... Al segundo ataque a mi nuca me volví, lo reconozco, con muy mala uva, pero fue peor, porque al hacerlo el ataque masivo me dió de lleno en la cara sin ninguna piedad. Incluso creo que pude ver algún microbio sacudiendo un pañuelito y despidiéndose de su anterior dueño, un señor con aspecto descuidado que al ver mi cara de reproche, sacó un pañuelo de tela de su bolsillo y lo pasó por su boca  y, efectivamente, la visión del estado del pañuelo fué mucho peor que lo anterior...

Huí de ese puesto de vigilancia y me retiré a un lado, en la esquina junto a la escalera, donde terminan los asientos de espera.

Allí, en el penúltimo asiento, había una niña, de unos 9 ó 10 años, regordeta, con aspecto de valla publicitaria. Camiseta de Hanna Montana, pantalones de Nike, zapatillas de Barbie, cartera colegial de Princesas Disney, diadema de la Bella Durmiente y múltiples pulseritas de silicona, que a malas penas tapaban unas calcamonías ya imposibles de identificar. La niña mascaba chicle, hacía pompas todo lo grandes posible hasta que le explotaban sonoramente entre la nariz y la boca. A la cuarta o quinta vez, se oyó una voz, todavía más sonora y potente que dijo "¡¡¡ niñaaaaaaaaaaaaaaaa tate quieta o te tragas el puto chicle !!!". La voz provenía de un abuelo, supuestamente de la niña, con un cayado de punta metálica con el que no paraba de dar golpecitos impacientes en el suelo, y un jersey que cubría una gran tripa más llamativa por las manchas que mostraba que por su tamaño. La niña, escupiendo el chicle directamente sobre el zapato de la señora de al lado, y en el mismo volumen que su abuelo le contestó "¡¡¡ yayo es que maburro !!!.

Como 3 ó 4 personas más allá, había una señora muy estilosa, con largas uñas decoradas, que rebuscaba en un bolso-maleta con claras muestras de nerviosismo. De repente su gesto encogido se transformó en relajado, y sacó un paquete de tabaco, un mechero y la tarjeta SIP. Se puso un cigarro en la boca, sin encenderlo, y aspiró. ¿?

Podría seguir... pero no hace falta. Pensé en mis cosas y recordé a mi primer jefe, un hombre muy especial del que algún día contaré algo, y que un día de agosto con calor insoportable, entró en el despacho, y dijo "qué barbaridad, he subido en el ascensor con el portero, y olía a sudor maloliente, insoportable, y digo yo que se puede ser pobre, pero no guarro... caramba, que una pastilla de jabón lagarto vale 10 pesetas!!"

Y esta frase, tan al límite de muchas filosofías de dudosa aprobación, me pareció bastante apropiada para aplicarla a la sala de espera. Y me alegré mucho de poder trabajar con los niños de los colegios, donde he visto muchos como la niña-anuncio, y contribuir modestamente a que al menos los míos, sepan que los pañuelos deben estar limpios y usarse delante de la boca cuando tosemos, que no hay que colarse en las colas, que se ha de tener cuidado en no manchar los espacios comunes y públicos, que no se han de tirar los chicles al suelo, que no se ha de gritar en espacios cerrados y compartidos... en fin, una serie de pequeñas cosas que ayudan a la convivencia y sobre todo, a hacer más gratas las esperas, y no más desesperantes...

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