12.30 del mediodía, cafetería en paseo emblemático de Alicante. Hace calor. Tres personas, una de ellas, yo. Se acerca el camarero, un joven uniformado con ropa corporativa, logotipo en el pecho, delantal. Todo negro, que está de moda en la hostelería. Su cara no es, digamos, de agrado. Arrastra levemente los pies, su cara no es sonriente. En resumen, se intuye pocas ganas de hacer lo que está haciendo.
Pero ¡ay! se acerca pero no a nuestra mesa… pasa de largo en tres recorridos. Es decir, sencillamente nos ignora. Limpia otras mesas ya vacías pero no nos pregunta, aprovechando el viaje de vuelta en vacío, qué vamos a tomar.
Han pasado 10 minutos. Cuando estás esperando que te atiendan en una cafetería, 10 minutos es una eternidad.
La cuarta vez se acerca a una mesa junto a la nuestra, donde se ha sentado una joven con un bebé. La saluda, besa al niño… se conocen o son de la familia. Se vuelve y pensamos que, como está al lado, por fin nos toca… pero no. Se va. Y lo llamamos:
- Disculpa, ¿nos puedes tomar nota?.
Esto ya fastidia, porque vamos a ver. ¿No soy el cliente? ¿Tengo que pedir perdón por consumir y pagar?.
- Sí, claro. Qué quieren tomar.
No es una pregunta cortés. Es algo así como el equivalente a “¿Para qué creen que estoy aquí?”.
- Yo quiero una Fanta de limón, dice una de mis acompañantes.
- Media tostada con aceite y un cortado con hielo, le digo yo.
- No damos pan ya, contesta.
- ¿Cómo? (no entiendo)
- Que a estas horas ya no damos desayunos.
Ojiplática me quedo. No estoy pidiendo churros para que tenga que encender otra vez la freidora…
- Es que tienen oferta de desayuno hasta una hora de la mañana (me susurra mi otra acompañante).
- Ah, pues entonces (le digo al camarero sonriente y entusiasta) ¿qué se puede comer ahora?
- Sándwiches, bocadillos… (contesta).
- A mí me pones medio bocadillo con jamón y una Coca-Cola (dice mi susurrante amiga).
- Pues ponme medio sándwich mixto y un cortado con hielo (qué maldita sea lo que me apetece un sándwich, pero es que medio bocadillo me apetece menos… )
He estado a punto de preguntar si el cortado sirve como pulpo, o no es considerado desayuno y ya no me lo puedo tomar hasta a partir de las 15.00, o las horas que ellos consideren que yo tengo que haber comido, pero digo, para qué.
Nos trae la bebida.
- Era de limón (dice mi amiga fantera).
- Ah, vale (y coge la Fanta de naranja y la vuelve a poner en la bandeja. Se va.)
Vuelve (ya para qué voy a pensar en lo que ha tardado) y deposita en la mesa dos platos, uno con el bocadillo de jamón y patatas chips, y el otro con el medio sándwich y más patatas chips.
Sorprendentemente, resulta que el medio bocadillo (¡¡sí que hay pan!!) está tostadito, y el sándwich está a la plancha, también tostadito. No puedo resistirlo, estoy hasta el moño de normas absurdas con las que hay que tragar en función de no sé qué estrategia comercial que desde luego, no es precisamente al cliente a quien beneficia.
Es decir, que si lo pido con jamón o con algo en medio, sí que se puede tostar el pan, pero si lo pido solo, no. Hay que fastidiarse. Es como las bolsas de las grandes superficies, que si no las pagas, contaminan, pero si las pagas, no.
No puedo reprimir el impulso y le pregunto, haciéndole volverse al oírme, lo cual ya es en sí un evidente fastidio para él:
- Disculpa, es curiosidad, pero si no te lo pregunto no me quedo tranquila. ¿Si es con algo en medio sí que hay pan tostado pero si lo quiero sin nada no?
Y antes de que me suelte lo del precio, le añado
- Si yo quiero media tostada con aceite y ya habéis decidido que a estas horas es más caro, y yo lo pago ¿no me lo puedo comer? ¿Y si te pido medio bocadillo con aceite y sal, me lo pones?
Su expresión dice “me tocó la imbécil de hoy” y me contesta que “las normas no las pone él”.
Se da la vuelta y se va. O’Hara, en la Explanada de España, para más señas. Y lo digo porque no sé por qué razón, hay tanto reparo en poner nombre y lugar a determinadas cosas, como si los clientes no tuviéramos derecho a decir la verdad cuando no nos tratan bien.
Esto, tan absurdo como irritante, responde a algo muy simple que se convirtió en una constante en tiempos de bonanza económica, cuando ir a un sitio de moda suponía casi el tener que pedir permiso para entrar y por supuesto, aceptar con resignación y de buen grado cualquier norma de la casa, a pesar de que somos los clientes quienes pagamos por todo.
Hoy en día, esta filosofía está agonizando a pasos agigantados. Por una simple razón: cada vez, al cliente, nos cuesta más gastar un euro. Somos más exigentes y tenemos más información. El sitio de moda lo hace el cliente, porque va y les paga para que continúen estando de moda.
Y a estos establecimientos que se acogen a normas, ofertas, etc. que están pensadas para, en teoría, atraer clientes por precio, se les olvida algo fundamental: el servicio de calidad.
Los clientes pagamos más a gusto cuando salimos del establecimiento sintiéndonos los reyes del local; cuando nos han tratado con corrección y la calidad de los alimentos y del local se corresponde con la del servicio. E incluso perdonamos alguna deficiencia en alimento o local si el servicio ha sido el correcto.
Y por otro lado, no sirve de nada una imagen corporativa guay de un personal guapo y joven si no saben sonreír, tratar a las imbéciles como yo y tener capacidad resolutiva para tomar decisiones más allá de las cuadriculadas y generales impuestas por alguien que en la mayoría de los casos, no está al pie del cañón atendiendo a los clientes y por eso, concibe procedimientos estándar, como los que emplean las teleoperadoras…
Creo que es sustancial para los establecimientos recuperar la máxima de que “el cliente es lo primero”, personalizando su atención y sobre todo formando al personal que trabaja en ellos. Eso es lo que fideliza clientes.
Y esos establecimientos existen, doy fe. Por ejemplo, no hay más que andar unos metros más, sentarse en SOHO MAR del puerto y ver cómo un camarero sonriente, con apariencia de estar encantado de atenderte, llega cuando apenas te has sentado y te dice
- ¡Buenos días! ¿Qué les apetece tomar?
Y en menos que canta un gallo tienes tu consumición sobre la mesa, pidas lo que pidas a la hora que lo pidas. Eso es atención de calidad.
Y al César lo que es del César.
Amén. Estoy cansada de ser atendida en la mayoría de los locales, también comercios, como si me fuera a ir sin pagar. Y hasta ahora, mi reacción era nula: "con no volver...". Pero he decidido que como mínimo, voy a exigir lo que yo también doy: cortesía, educación.
ResponderEliminarUna buena decisión sin duda. Debemos ser conscientes de que la laxitud en el nivel de exigencia como clientes no hace más que favorecer la falta de profesionalidad. Saludos!
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